LA NIÑA CHINA por Santiago Eximeno

chinagirl

Ninguna tiene tanto éxito como La Que No Está.

Aunque todavía es joven, muchos años de práctica consciente

la han perfeccionado en el sutilísimo arte de la ausencia.

La Que No Está, Ana María Shua

Todas odiábamos a la niña china. Todas. Sin excepción. Digan lo que digan. Seguro que ahora muchas callan, o dicen que en el fondo la apreciaban. Incluso puede que digan que la querían. O quizá simplemente que no les caía mal, lo que sea con tal de que nos olvide. De que nos perdone. Claro. Que nos perdone. La maldita niña china.

Vivíamos en un buen barrio, en el centro de la ciudad. Mis padres habían comprado un piso en uno de los edificios emblemáticos de la zona, diseñado por un arquitecto de renombre. Un edificio achatado, de colores chillones, con más agujeros en su estructura que un queso gruyere. Disponían del dinero y no se sentían incómodos al gastarlo. Todo lo contrario. Desde la terraza de la casa podía ver el parque. Podía ver muchas otras cosas, claro: la terraza era inmensa. Pero solía contemplar el parque.

Yo pasaba en la terraza mucho tiempo, asomada al vacío, con los brazos descansando en la barandilla. No me gustaba bajar al parque. Allí se amontonaban madres-sonrisa, padres-aburrimiento y niños y niñas: decenas de ellos, pequeños, sonrosados, siempre gritando y corriendo y llamando la atención. Prefería estar con mis amigas, en mi casa, en las suyas (más pequeñas, menos originales, pero válidas igualmente). Éramos un puñado, media docena. Pocas, claro, desperdigadas por edificios cercanos, conocidas porque todas acudíamos al mismo colegio, a la misma clase. Llevábamos un triste uniforme azul y gris que nos confinaba a la ausencia, a la desaparición entre la multitud. Nosotras, que estábamos muy por encima de todas esas niñas del barrio cuyos padres tenían que apretarse el cinturón para pagar la hipoteca (mis padres desconocían el significado de la palabra hipoteca). Nos maquillábamos, jugábamos con nuestros peinados, decorábamos nuestras carpetas con iconos que no compartíamos con las demás. Las demás. Ellas sabían que estábamos por encima, y lo respetaban. Así estaban las cosas. El orden natural.

Hasta que llegó la niña china.

La vi por primera vez en el parque. Sola, creí. Pero venía con sus padres. Los adoptivos, claro. Padres de esos que yo denomino falsos. De cartón. Mucho amor cuando están en público, y reproches por cientos de pequeñas cosas en privado. No los quiero. Prefiero el silencio y la distancia que vivo en mi casa.

Vista desde la terraza, la niña destacaba como una muñeca de porcelana en un vertedero (tan hermosa era la condenada intrusa). Tendría mi edad, eso pensé cuando la vi. Caminaba por el parque con la mirada baja, deslizándose entre los columpios mientras su mano pálida acariciaba el metal, el plástico, el cuero. Un fantasma, eso parecía.

Eso era: el fantasma de las pesadillas futuras.

Llegó a nuestras vidas pocos días después. Estaba en nuestra misma clase. Nos robaba el protagonismo. De pronto todas las miradas se dirigían a ella. A la niña china. Ella no miraba a nadie, solo miraba sus malditos pies. Siempre tímida, siempre callada. Aún así, el centro del mundo. Al principio no me importó. O no quise que me importara. Ni a mí ni a mis amigas. Se sentaba en su banco en la tercera fila. Sola. Escuchaba con atención, escribía en su cuaderno. No preguntaba nada. Sólo escuchaba. Los profesores le otorgaron un tiempo prudencial de adaptación. De vez en cuando le invitaban a participar y ella lo hacía, en voz baja, en perfecto español. Jodida niña perfecta.

Cuando les dije a mis padres que en nuestro colegio había una niña china mostraron sorpresa. Creo que se sintieron incómodos. Emplearon la palabra inmigrante, que en su boca siempre adquiría un significado peyorativo. Siempre. Sin embargo, no hicieron nada. Estaban ocupados con sus cosas. Con sus proyectos arquitectónicos. Nuestra casa era un almacén de pequeñas maquetas blancas con edificios, árboles, coches, personas. Lo único importante eran los edificios. Ni los árboles, ni los coches. Ni, por supuesto, las personas. Mis padres trabajaban juntos, pero no vivían juntos. A veces creo que compartían la misma casa sólo por mí. Quizá fuera así, no lo sé. Nunca formulé la pregunta. Tampoco hablábamos demasiado. Yo tenía mi dinero, mi posición y mis amigas, y las dos primeras cosas se las debía a ellos. Me querían, creo. A su manera. Yo también les quería.

No le dieron la importancia que debían al hecho de que una niña china entrara en nuestra aula. Nuestra. Nosotras sí se la dimos. Lo valoramos en su justa medida. Esa niña empezó siendo una molestia, algo sucio que debía ser limpiado. Pero creció, y lo hizo de la peor forma posible. En dos semanas había congregado a su alrededor un grupo de (falsas) amigas interesadas en su vida, en su familia, en sus costumbres, en su país. Como si el hecho de haber sido adoptada en oriente le confiriera un aura especial. Parecía que por ser extranjera era mejor que nosotras. A mis amigas y a mí nos dolió bastante. Mucho, podría decir. Estábamos acostumbradas a una posición privilegiada en la clase, no íbamos a permitir que esa cosa amarilla nos la robara.

No todas estábamos de acuerdo. Me sorprendió. Pensé que siempre lo estaríamos. Éramos amigas. Desde muy pequeñas. Habíamos hecho un pacto. Sin embargo, sólo tres de nosotras sabíamos valorar lo que representaba la presencia de aquella niña entre nosotras.

La amenazamos. Una tarde, en el patio, cuando se quedó sola con su cuenco negro y su arroz apelmazado. Cuando, con su mirada baja, sin apartar los ojos de la comida y de sus estúpidos palillos, nos saludó como si fuéramos amigas íntimas. Le avisamos de lo que le pasaría si seguía haciéndose la interesante. Se lo dijimos.

Esa fue la primera vez.

No la tocamos ese día.

Hubo más, claro. Ella se lo buscó. Nuestro colegio era sólo para chicas, pero eso no significaba que a nosotras no nos gustaran los chicos. Y nos gustaban. Mucho. Ella alzó su mirada por primera vez el día que mi novio vino a verme. Nos encontramos en la puerta. Él era mayor que yo, varios años. Estaba en el instituto. Vino hacia mí con un cigarrillo apagado entre los dedos. Ella, la amenaza amarilla, le miró, y él le devolvió la mirada. Y juro que en ese instante supe que le había perdido. Por eso le abofeteé. Él estuvo a punto de devolverme el golpe, tan ofendido se sentía delante de la niña china. De su niña. Malditos sean los dos.

En clase los profesores la tomaron cariño. Le ayudaban en todo, como si ella necesitara ayuda. Nos dejaban de lado. A nosotras, que siempre habíamos sido las elegidas.

En el parque las madres hablaban con ella delante de sus hijos pequeños, le permitían que estuviera con ellos, que les acariciara el pelo, que les sonriera. Incluso que cuidara de ellos en momentos puntuales.

Siempre con la mirada baja. Siempre humilde.

Se lo merecía.

La esperamos a la salida de clase. Siempre salía sola, como si el contacto con el resto de las compañeras se quebrara al poner un pie en la calle. Sabía que al día siguiente había quedado con su novio. Con el mío. Ese día, sin embargo, caminaba sola por la calle en dirección al parque. La seguimos. Nosotras tres. Estábamos nerviosas. Llevábamos los móviles en la mano. Y las agujas. Lo que me había costado conseguirlas.

Aprovechamos el paso bajo el puente. Poco transitado a esas horas, con el calor de la tarde. La atrapamos a mitad de camino. Creo que ella ya sabía que caminábamos tras ella, se lo olía. Nos dio igual. Se defendió con uñas y dientes, la maldita zorra china. Me arañó los brazos, la cara. No nos miró en ningún momento. No nos miró cuando le arrancamos la ropa. No nos miró cuando tomamos fotos con los teléfonos móviles. No nos miró cuando le clavamos las agujas de acupuntura en sus pequeños pechos, en los muslos. No nos miró cuando grabamos los vídeos.

Lo subimos todo a Internet. Lo mandamos a todo el mundo. Nos reímos durante días. Ella no volvió al colegio.

Después, una tarde, la directora del centro nos reunió  a todos en el salón de actos y nos dijo que la niña china había muerto.

Se había suicidado.

No quise saber los detalles. Nadie quiso.

Ahora todas callan. Ahora todas se esconden en casa, claro. Nadie quiere reconocer lo que hizo. Los que no lo evitaron, los que lo sabían y no hicieron nada, los que nos vieron y no hablaron, esos también son culpables. Pero la niña china sólo nos visita a nosotras tres. Me despierto por la noche cuando pasa su mano helada por mi frente. Cada vez que la veo allí, de pie, a los pies de mi cama, ahogo los gritos tapándome la boca con las manos. Ella ni siquiera me mira. Solo camina por el dormitorio, entre mis peluches, junto al armario, al lado de mi cama. Camina sin pisar el suelo, con sus pies desdibujados como si su maldito ilustrador se hubiera dormido antes de terminarla. Un boceto, eso es lo que es. Un boceto muerto.

A veces abre la boca y de ella brota una lengua blanca, gruesa, con la que lame las paredes. A veces busca en sus bolsillos y se lleva a la boca trozos de velas de colores. La boca es un pozo negro que palpita cuando muerde la cera. Y su rostro, su rostro cubierto por centenares de minúsculas agujas doradas, que vibran con cada paso que da. No es una imagen agradable.

Pero yo no me arrepiento de nada. Sé lo que hicimos. Lo que hice. Yo no me arrepiento, no soy como las otras. Cobardes. Ratas. Me aterra su presencia, me paraliza, pero no me voy a rendir. No pienso suicidarme porque ella venga por la noche a mi cuarto. No voy a ser como las otras.

Maldita niña china.

Maldita.

No, no lo haré.

No lo haré aunque me mire.

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