Un pasito más, Sara, un pasito más… por MoRius

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Desde que Sara nació, habíamos acudido a todas las fiestas de Halloween que se montaban en la comunidad de vecinos en la que vivíamos. Con tres añitos, ya se subía los siete pisos por las escaleras, tras las niñas mayores, parándose religiosamente en todas las casas para pedir su “truco o trato”.

Al principio, durante los primeros años, yo iba detrás, vigilando que, con toda la algarabía que formaba la pandilla, ninguno tropezara arrastrando consigo a los más pequeños. También me aseguraba que no fueran demasiado molestos con los vecinos que, amablemente, abrían sus puertas.

Con 6 años, Sara me dijo:

-Mami, este año, déjame subir sola con los chicos, te prometo que me portaré bien y tendré cuidado.

Ante ese ruego, no tuve otro remedio. Esta vez, me quedaría en el portal esperando, pacientemente, que terminaran su ritual.

Esa tarde del 31 de octubre, así lo hice. Al cabo de un rato largo, y de ver cómo, uno a uno, iban saliendo a la calle con sus bolsas llenas de golosinas, pregunté a uno de los pequeños:

 -Oye, ¿has visto a Sara?

-Sí, estaba arriba.

-Y tú ¿has visto dónde está Sara?

-Estaba en el séptimo, se fue a ver si le abrían la puerta de la esquina.

-¡Pero si ahí no vive nadie!

Extrañada, y no sin cierta sensación de angustia, me fui directa a la escalera, subiendo, uno por uno, los 7 pisos.

-¡¡Sara, Saraaaa!! ¿Dónde estás, niña? ¡Te vas a ganar una buena! ¡Sara!…

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Sara estaba muy contenta, por fin podía ir con el grupo sin su madre siguiéndole todo el rato. Se sentía muy mayor.

Pero la verdad, es que seguía siendo de las más pequeñas y sus amigos, más mayores y “espabilaos”, solo dejaban las migajas. Para cuando ella llegaba a la puerta, a la vecina en cuestión, ya no le quedaban caramelos.

¡Su bolsa de chuches estaba casi vacía!

Miró de reojo la puerta de la esquina del séptimo piso. Los niños empezaban ya a bajar por las escaleras y pensó que podía ser una buena oportunidad para rellenar su escuálido botín.

Antes de tocar el timbre se abrió la puerta y, ante ella, apareció una magnífica señora, muy guapa y sonriente, que la invitó a pasar.

Por un instante, se quedó parada sin saber qué hacer, pero la señora, adivinando lo que pasaba por su mente, le dijo:

-Si entras, verás la cantidad de caramelos que he guardado para ti. Todos, todos, para ti…

Echó un vistazo y vio que, efectivamente, tenía un montón de golosinas sobre la mesa. A Sara se le iluminó la cara y entró.

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Cuando llegué al séptimo, la angustia me pellizcaba con fuerza la boca del estómago, no debí dejarla sola, no debí, pensé y me sentí muy culpable.

En el rellano no había nadie, la puerta de la esquina estaba totalmente cerrada. Me sentí impotente, no sabía dónde estaba mi pequeña, con toda seguridad no había bajado sola por el ascensor, pues le daban miedo los espacios cerrados.

De repente, la puerta que daba acceso a la azotea golpeó el marco y me di cuenta que estaba abierta. Esa noche de 31 de octubre ya hacía frío y el aire helado me golpeó la cara.

Una terrible sospecha taladraba con fuerza mi mente: No habrá sido capaz

Abrí la puerta, esperanzada  -a la vez que aterrorizada- de encontrar a mi niña sola en la azotea. Lo que vi después superó con creces lo inimaginable.

Una figura oscura, de espaldas a mí, fijaba su atención en el borde del edificio. Cuando me sintió llegar, al pisar las piedras que pavimentan el suelo de la azotea, la sombra negra se volvió, clavándome los ojos más fríos y penetrantes que nunca imaginé, pudieran existir.

Su rostro, imposible de describir, era un agujero negro, infinito, que no tenía expresión alguna.

Sin poder articular palabra, pude ver la figurita que estaba de pie, en el mismo borde. Sara, que parecía sonreír, dirigía la mirada perdida hacia algún punto indefinido de la noche sin luna.

La sombra, sin inquietarse por mi presencia, ahora paralizada, se volvió con movimientos pausados y con una voz ronca, le susurró:

-Todas esas golosinas serán tuyas. Solo debes dar un paso más.

-Un pasito más, Sara, un pasito más…

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